La Orden de la Sangre
II. El trono olvidado
Montse G. Rigau
Capítulo I
Aún era noche cerrada y David estaba en la antesala de su cuarto dando vueltas como un tigre enjaulado. Todos estaban en el dichoso juicio, no sabía lo que pasaba y el vínculo que tenía con Ray no funcionaba cuando estaba en el subterráneo. Se había acostumbrado a sentir su presencia en el fondo de la mente. Era algo sutil, como un cuadro en la pared que nunca miras pero que echas de menos si de pronto desaparece. Le costaba creer que fuera él quien lo había creado, jamás había sentido nada parecido por nadie y había gente que le importaba mucho más que Ray. Casi todo el mundo, en realidad.
Se habría inclinado a pensar que Ray mentía y el vínculo que les unía desde la noche en que el Eterno le había amenazado lo había creado ella para poder manipularle, si no fuera porque no le parecía que lo hubiera intentado siquiera. De hecho, la existencia del vínculo había tenido consecuencias negativas para ella. Tal vez estaba ahí desde su nacimiento, un lazo olvidado que, simplemente, había despertado. Se preguntaba si también compartía un vínculo parecido con Tara, seguramente sí, las dos compartían esa capacidad. Si Ray lo había roto para regresar a la orden, para su hija la sensación de soledad y abandono debía ser bastante grande. Si algo sabía desde que él mismo disfrutaba de ese vínculo, era que no había vuelto a sentirse solo, podía encontrar la presencia de Ray en su mente solo con pensar en ella.
Notó un temblor en el edificio. Se acercó a la puerta de la escalera que bajaba a la zona subterránea y se atrevió a bajar un tramo. La energía que flotaba en el ambiente le hizo retroceder. Violencia, miedo, odio, dolor, desesperación… Emociones sin dueño que flotaban en el aire y se agarraban a él, abrumándole. Uno esperaría que en una batalla también hubiera alguna emoción más positiva. Esperanza, sacrificio o triunfo. Algo de épica, tal vez. Si las había, las negativas pesaban demasiado como para llegar a notarlas. «Demasiada literatura», pensó, «seguramente así se siente una batalla en el mundo real». Él había vivido enfrentamientos violentos a lo largo de sus años como policía, pero nunca una batalla de verdad, y menos aún, sintiendo, como sentía ahora, las emociones de los demás. Se preguntaba dónde estaría el shanadi. Sabía que no participaba, pero seguro que quería saber lo que sucedía. Solo ellos dos se habían quedado fuera, en la superficie, como la llamaban los sacerdotes. Regresó escaleras arriba y se quedó en el pasillo, envuelto en la oscuridad, esperando a que apareciera alguien. La electricidad estaba desconectada, como de costumbre a esas horas, ni siquiera el juicio había motivado una excepción en ese sentido y la noche era oscura. Tenía la sensación de que el juicio había terminado, la pesadez que antes se respiraba en el aire se había esfumado, como si una bruma invisible se hubiera disipado. Pero no aparecía nadie y tampoco había oído que se abriera la puerta. Tal vez ese último temblor había sepultado lo que hubiera ahí abajo y estaban todos muertos.
Estaba preocupado y también dolido. Nadie le había explicado en qué consistía realmente ese juicio, hasta que Fran lo soltó aquella noche en la mesa con su estilo habitual. Eso le había costado una mirada fulminante de Mara; se lo habían ocultado a propósito. Un juicio por combate, eso es lo que era en realidad. Ya había visto más de una actitud medieval, pero eso… Ni siquiera tenía sentido llamarle juicio. No era justicia, solo la ley del más fuerte en su máxima expresión. No le sorprendió que Mara se lo ocultara, sabía cuál era la misión de la maga con respecto a él. Y los sacerdotes obedecían su voluntad, la expresara explícitamente o no. Pero que lo hubiera hecho Ray le había dolido. Se suponía que trabajaban juntos, sin embargo, no había querido confiarle esa parte. En realidad, no le había contado ninguna que no le afectara a él, hasta entonces no había caído en la cuenta. ¿Tan embebido en sí mismo estaba? Ella acarreaba con la peor parte allí y no creía que él quisiera ayudarla. ¿Por qué iba a pensarlo? ¿Qué había hecho por ella, al margen de crearle problemas? Pedirle explicaciones y contarle chismorreos. Ella seguía su camino, aliviada porque la había dejado en paz, y creía que él haría lo mismo. Recordó las palabras que le había dedicado aquel primer día, cuando habían discutido al borde del risco: «Si no quieres irte, sigue tu camino y yo seguiré el mío». Al final había cedido en lo de echarle una mano, pero no contaba con él para sus propios planes más allá de lo imprescindible.
No se había aliado con ella solo porque pudiera necesitarla, para él era un compromiso que iba en dos direcciones y que ella no lo hubiera entendido así le dolía. No podía hacer gran cosa, pero algo sí algo más que quedarse a la expectativa. Podía centrarse en averiguar con quién podía contar y qué fuerza podían representar esas personas. Tal vez parte de la culpa era suya, toda la hostilidad que había existido entre los dos no se podía borrar de un plumazo. Aunque él hubiera decidido olvidarla, quizás para ella no fuera tan fácil.
La había visto esa misma noche, cuando salía ataviada con la túnica en dirección al juicio. La había abordado con intención de decirle que debería habérselo contado, que él podía haber enfocado sus esfuerzos en esa dirección. Pero, al final, se había limitado a tomarle las manos para besarlas, ni siquiera estaba seguro de por qué. Ella le había mirado sorprendida y había seguido su camino sin decir una palabra. Esa noche no llevaba ningún adorno, solo un hábito negro y liso, con el cabello peinado hacia atrás. Pero le pareció que estaba magnífica, los ojos le brillaban como un par de faros azules en el rostro y un aura resplandeciente la rodeaba. Estaba decidida, pero no confiada. Aunque temía haber calculado mal sus posibilidades, podía hacerlo, él lo sabía y ella también. Tal vez por eso le había besado las manos, para transmitirle su confianza y que esperaba verla regresar, a pesar de todo.
Ahora sí, oyó la puerta y bajó un tramo de las escaleras hasta el rellano. Estaba oscuro como la boca de un lobo, pero bajó los escalones rápidamente sin titubeos ni tropiezos, sin pensarlo siquiera. A medio camino de la primera planta pudo percibir algo de luz. Vio dos siluetas en el rellano inferior, una de ellas cargaba con un cuerpo inánime. No podía distinguir las caras, pero el cuerpo que llevaban en brazos era pequeño y seguía sin sentir a Ray. Se temía lo peor. La figura más alta iba delante señalando el camino, dio un traspiés y la otra le increpó. No conocía la voz y no entendió todo lo que decían, pero la palabra «izani» resonó en su mente como un disparo. El tono era de urgencia. Subió la escalera, apresurado, a tiempo de sostener la puerta abierta para franquearles el paso. Seguía sin sentir a Ray y las sensaciones que captaba de ellos no eran halagüeñas. El corazón se le desbocó, se temía un desenlace fatal. Pasaron por delante de él y vio que Ray estaba inconsciente, pero viva, se tranquilizó un poco.
—¿Cómo ha ido? —preguntó, dudoso. En cuanto se escuchó a si mismo, se dio cuenta de lo absurdo de la pregunta.
—Según a quién preguntes —respondió el que cargaba con ella, malhumorado y evitando mirarle directamente—. La izani ha ganado, si es eso lo que te preocupa.
—Perdona, estoy nervioso ¿cómo está? —se disculpó David, pensando que su primera pregunta había sido desafortunada. Para su sorpresa, no obtuvo respuesta.
Decidió no insistir y encendió la lámpara de gas que había en la mesita. Era una estupidez que desconectaran la electricidad y le intrigaban los motivos. Ahora, con más luz, reconoció a los dos hombres. El más alto era Fran. Tenía mal aspecto, la túnica estaba rota en varios puntos y presentaba heridas en la cara. El resto de su cuerpo lo cubría el hábito, pero estaba convencido de que su estado no era mucho mejor. Estaba lleno de hollín y su expresión era siniestra. Al más bajo lo reconoció, aunque nunca había hablado con él y no llevaba los piercings ni el maquillaje gótico que solía combinar con ropa de cuero. Era más bajo que él y de complexión delgada, no debía llegar al metro setenta de estatura. Junto a Fran y su metro ochenta y pico, parecía aún más menudo. Tenía el cabello negro y la piel clara, típicos del clan del Eterno, pero los rasgos eran angulosos y su parecido con Hanneck era inferior al de Ray o al suyo propio. Tenía las cejas finas, los ojos castaños y media melena negra y lisa, similar a la que lucía Ray. Sabía que se llamaba César, que era un mago y que era del clan del Eterno. Este era el que se mostraba molesto con él. Se le había chamuscado parte del cabello y también una de las cejas junto con todas las pestañas. También parecía agotado, presentaba heridas abiertas, aunque no parecían graves. Algunas quemaduras y hematomas comenzaban a salir a la superficie y un hilo de sangre le resbalaba por la cara y el cuello. Aun así, desde el punto de vista de David, su aspecto esa noche era menos macabro que cualquier otro día.
Ray tenía peor aspecto que ellos, estaba inconsciente y una brecha en su cabeza no dejaba de sangrar. La sangre le cubría la cara y, probablemente, había dejado un rastro allí por donde habían pasado los sacerdotes cargando con ella. Ahora comenzaba a empapar la almohada, tiñéndola de rojo. La túnica estaba quemada y rota. Fran empezó a desnudarla enseguida, cortando la tela, mientras César tiraba de la sábana y la apretaba contra la herida de la cabeza. Tenía el cuerpo tiznado y lleno de heridas. La piel estaba tan manchada que era difícil ver el alcance real de las lesiones. Seguía sin sentirla, era como si no estuviera allí.
El rostro estaba especialmente pálido además de contusionado. Parecía muerta y notaba claramente la alarma de los dos sacerdotes. Su cara debió de reflejar lo que pensaba cuando miró a Ray, porque César le fulminó con la mirada. David se quedó plantado sin saber qué hacer mientras el mago comenzaba a palparla, después de sujetarle la sábana con un jirón de la túnica en la cabeza. Un corte limpio en el muslo y una herida en el costado, esta última debida a un objeto que seguía clavado, también sangraban con profusión. David miró incrédulo la venda improvisada.
—No me jodas que organizáis una batalla campal sin tener a mano un triste botiquín —le dijo a César, en tono de reproche.
—No hay enfermería. Las cosas están en el almacén y no había forma de saber en qué dormitorio harían falta —le replicó César en tono agrio—. Puedes hacerle saber tus quejas al shanadi cuando le veas, romano.
—Tiene que haber algo más que trapos sucios —murmuró David, ignorando al mago y abriendo el armario. Sacó la primera prenda de ropa que encontró y empezó a romperla en tiras, entendiendo que lo urgente era parar las hemorragias. César las cogió rápidamente para sustituir la sábana, hacer un torniquete en la pierna y empezar a vendarle el torso sin extraer el objeto de la herida. Sacarlo en este momento no haría sino agravar la pérdida de sangre—. ¿Dónde está el almacén?
—Está muerta —interrumpió Fran con voz desolada. Tenía la mirada perdida y David volvió a preguntarse qué habría ocurrido allí abajo.
—¡Los muertos no sangran! ¡Muévete, sacerdote! —le espetó César, con una mirada que a David le pareció que impactaba físicamente. Pero Fran no reaccionó, se había quedado plantado mirando lo que hacía César, paralizado—. ¡Parece mentira que tenga más sangre fría él que tú!
El reproche hizo efecto, Fran dio un respingo y miró a su alrededor, como si acabara de llegar. Enseguida salió de la habitación como un autómata, sin decir nada más. David se preguntó si habría habido algo más que palabras y una mirada, para él era obvio que Fran estaba en estado de shock. Hasta que César le había hablado, aunque la mirada seguía sin estar del todo presente cuando había reaccionado. A los pocos minutos, el sacerdote volvía a entrar con un cubo de agua jabonosa y un macuto colgado del hombro.
—No hay presión de agua, he aprovechado mientras se llenaba para ir a tu cuarto a buscar esto —dijo en un susurro, alargándole un maletín al mago con expresión contrita.
—Medio templo debe de estar con el grifo abierto. Voy a necesitar algo más que agua y pociones de hierbas, hermano —murmuró César, sacando un frasco del macuto y extendiendo su contenido sobre las heridas, mientras David metía parte de los trapos en el agua—. Explícale a David dónde está el almacén y que saque de él lo necesario. Si aún está cerrado, que busque a alguien que lo abra. Tú busca a Mara y, si no la encuentras, acude a cualquiera de los consejeros que no esté medio muerto. Necesitamos material médico de verdad y no creo que seamos los únicos, habrá que ir a buscarlo en coche y alguien tiene que autorizarlo.
—A mí no me escucharán.
—Pues convence a alguien a quien sí escuchen. Suplica o amenaza en mi nombre, me da igual cómo lo consigas.
Fran asintió en silencio y le hizo una seña a David para que le siguiera. Los dos salieron al pasillo, Fran encendió una linterna y David se dio cuenta de que Fran la usaba para señalar el camino, no para mirar dónde pisaba. Sintió una respiración acelerada a su espalda y, al volverse, vio a Mara que se dirigía hacia ellos, apresurada, desde el fondo del pasillo. Los pasos de los pies descalzos quedaban amortiguados por la moqueta y reparó en que estaba muy lejos para haberla oído y, menos aún, notado su respiración. Sin embargo, sentía su aliento en el cogote como si no estuviera a más de un paso.
—¡Fran! ¡Ven! —gritó en tono autoritario, agitando unas llaves en la mano.
Fran se detuvo y dio un paso dudoso hacia ella. Mara no le esperó, llegó hasta ellos y le puso el manojo de llaves en la mano
—Me vas a ahorrar un viaje, hasta aquí no sube nadie y hay demasiado revuelo como para que oigan las llamadas mentales. Abre el almacén y la cocina, enciende el generador y la caldera. Coged lo que necesitéis e informad a los que encontréis para que hagan lo mismo. Yo asumo la responsabilidad.
—Lo que hay en el almacén no bastará.
—Lo sé perfectamente, nadie esperaba que esto llegara tan lejos. Ya han ido a buscar más material. Me encargaré de que os avisen cuando llegue.
—¿El shanadi ha enviado a buscar suministros médicos? —preguntó Fran, incrédulo.
—¿Qué más da quién lo haya ordenado? ¿Siempre tienes que discutir?
—¡Vamos! —interrumpió David, tirando del brazo del sacerdote y dirigiéndose ya a las escaleras.
Ahora había movimiento, algunos sacerdotes volvían a sus habitaciones, otros deambulaban buscando ayuda. La mayoría estaban maltrechos. Una marea de sensaciones arrolló a David cuando pasaron por el segundo piso, el que ocupaban los magos de nivel intermedio. Sacudió la cabeza en un acto reflejo para deshacerse de ellas, pero no consiguió gran cosa. Avisaron a los que se cruzaron de que el almacén quedaría abierto y de que los suministros estaban por llegar. Cuando dejaron atrás esa planta, un grupo les seguía escaleras abajo, en dirección al almacén. Cuando regresaron con el material a los aposentos de la izani, Fran no dejó que David pasara de la antesala. Protestó, pero el sacerdote no cedió y él obedeció sin saber muy bien por qué. Un halo de autoridad rodeaba al último de los sacerdotes en aquel momento y no se sentía con fuerzas para contradecirle.
Hanneck se revolvió entre los cojines, estaba en su estudio, sentado con las piernas cruzadas. Había estado siguiendo la evolución del juicio. No lo veía, pero captaba la energía y las emociones que emanaban de él. Sabía lo que ocurría. Ya había terminado y Ray había ganado. Por los pelos, pero con méritos. Su boca se torció en un gesto de desagrado cuando captó la emoción de Mara. Le molestaba que fuera incapaz de ver a Ray como lo que era, una mujer madura y una maga poderosa que iba camino de convertirse en un peligro. Conrad no iba desencaminado en su juicio sobre ella, era consciente de eso, pero el mago no lo sabía todo y era algo corto de miras. Necesitaba a Ray para llevar sus planes a término y estaba seguro de poder controlarla. Y así era, por ahora estaba bajo su dominio. Pero no podía ignorar las señales de alarma. Que aquella noche en que él se acercó demasiado a David hubiera sido capaz de tomar el control fue el primer aviso. Que esta noche la diosa se hubiera limitado a darle permiso para enfrentarse al templo, en lugar de juzgarla ante ellos, era el segundo. No podía confiarse. La voz de Conrad no dejaba de susurrárselo al oído. ¡Como si no fuera capaz de darse cuenta por sí mismo! Al menos ahora, Conrad ya era consciente de que ella era mejor opción que él para jugar el papel que le tenía reservado. Sin embargo, sus esfuerzos por cumplir la misión que le había encomendado en estos años también serían recompensados. Guardaba un lugar para él en sus planes y, ahora que los conocía, el mago esperaba con entusiasmo su momento.
A pesar de que Conrad le resultaba algo cargante, se alegraba de haber tomado su cuerpo. Desde que estaba en él se sentía más fuerte y veía las cosas con más claridad. El mago se había entregado sin ninguna reticencia. Ahora disfrutaba de la fuerza que él había acumulado y había encontrado el modo de que el más fiel de sus servidores no se echara a perder. Eso implicaba que tardaría un poco más en recuperar totalmente su poder, pero no iba a necesitarlo por ahora. La fracción de la que disfrutaba era más que suficiente para continuar con sus planes.
La integración no se había completado y no lo haría, había tenido una idea mejor. Permanecería en el cuerpo de Conrad hasta que David estuviera preparado y, entonces, cambiaría a su cuerpo, dejando que el alma de Conrad recuperara el suyo. Igual que había hecho con el de David. Era algo viable para el poco tiempo que iba a durar. Entretanto, Conrad disfrutaba de su compañía. Estaba aprendiendo de él y bebiendo de su poder. Cuando llegara el momento, el gran momento de su ascensión al trono de los dioses; estaría preparado. Hanneck disfrutaba imaginando ese glorioso momento en el que Ray se convertiría en Shanadi y Conrad en Izani. Sus dos hijos, los más poderosos, guiando a su Comunidad en una nueva era. Una era de culto dual, en la que él habría trascendido el plano terrenal y se sentaría a la derecha de la Diosa para recibir junto a ella la adoración de los fieles.
Ahora, Hanneck creía saber por qué Ray le habría ofrecido aquella salida que, a primera vista, parecía ir totalmente en contra de sus intereses. No lo necesitaba para librarse de Conrad y sabía que no iba a servir para que soltara a David. Tampoco creía que eso le importara demasiado. Pero le convenía congraciarse con él y recuperar su favor. Ese había sido el único objetivo de Ray con aquella propuesta, ahora estaba convencido, aunque al principio no había sabido verlo. Seguramente era para poder atacarle más adelante si se presentaba la oportunidad, eso tampoco lo dudaba. Sabía que David tenía el vestigio y tal vez creyera que así retrasaba sus planes y ganaba tiempo. Pero Ray no podía vencerle, ni siquiera se acercaba a su poder y no lo haría en el poco tiempo que quedaba hasta que él alcanzara su meta de la mano de David. Sin embargo, la esperanza de poder derrotarle algún día la mantendría sumisa, al tiempo que la motivaría para alcanzar el nivel que necesitaba para servir de verdad a sus intereses. En el camino, esperaba poder recuperar su corazón. Ojalá desechara el odio y volviera a servirle de buena gana. Tenía mucho más que ganar secundándole que enfrentándose a él. Conrad ya lo había entendido. Ojalá ella también lo hiciera pronto. Eso facilitaría mucho las cosas.
Ray había aprendido a lo largo de estos años y ahora era más peligrosa. Sabía cómo manejar a la gente y se estaba ganando la admiración de los sacerdotes. Su actuación en el juicio había sido el último episodio. Había conseguido más apoyos de los que esperaba y, viendo el resultado, su número de partidarios, sin duda, crecería. Por otra parte, ahora era más fría y le costaba más manipularla. Conseguía influir en su estado de ánimo, pero eso no parecía afectar a las decisiones que tomaba como antes. Era más fuerte mentalmente y su voluntad tenía más peso del que recordaba. Si ya en el pasado había conseguido ocultarle algunas cosas, ahora había llegado a imponerse. El motivo por el que lo había hecho era irrelevante, siempre había sido impulsiva. Aún se estaba adaptando a la situación y era obvio que se había acostumbrado a que nadie la controlara. El orgullo le había jugado una mala pasada y había pagado las consecuencias. Lo preocupante era que había sido capaz de imponerle su voluntad.
No podía consentirlo. Llevaba mucho tiempo alejada de la Comunidad y había llegado a creerse dueña de su vida. Él le había dejado claro inmediatamente su posición real y ella no volvería a cometer un error tan obvio después del castigo que había recibido. Pero eso no significaba que no levantara la cabeza de nuevo, solo que la próxima vez sería más prudente. Y si podía imponerse a él impulsivamente, aunque fuera de un modo puntual y aprovechando el vínculo matrimonial, podía acabar escapando a su control. Por eso había permitido el juicio y le había dado una oportunidad al plan de Miriam, pensando que sería capaz de derrotarla. Perder el juicio y estar un tiempo encerrada la ayudaría a ser más humilde. Tener una espada de Damocles pendiendo sobre la cabeza al salir también favorecería que se mantuviera así. Pero el plan no había funcionado, ni el de Miriam ni el suyo.
Tal vez debería divorciarse, ese vínculo era un punto débil. Por ahora se lo podía permitir y, a pesar de tener alternativa en ese sentido, esperaba no tener que usarla. Implicaría un retraso y, además, no podía negar que se sentía orgulloso de su actual consorte. Nadie estaba a su altura y no había más que echarle un vistazo a David, para saber que cuando se integrara en su cuerpo, su unión daría buenos frutos. Lástima que el carácter del primogénito se hubiera echado a perder por culpa de su madre. Y esa no era otra que Ray. Eso tampoco podía olvidarlo. Ojalá Ray abriera los ojos por fin y decidiera redimirse y regresar al buen camino. Porque si se convertía en una amenaza seria, tendría que deshacerse de ella y eso implicaba un retraso que no quería permitir. Por más que aprendiera Conrad junto a él, no tenía la naturaleza de Ray, tardaría años en acercarse al nivel de su hermana.
Aunque que él limitara el avance de los magos, por más débil que estuviera el templo, ella no seguía los caminos convencionales y encontraba el modo de aumentar su poder. Cuando en su momento dejó que vistiera la túnica negra, no tenía intención de que pasara de simple sacerdotisa. Era demasiado joven y esperaba que se cansara o que la dureza de la vida en el templo la hiciera desistir. Pero había llegado a maga rápidamente, después a izani contra todo pronóstico y ahora seguía creciendo. Tenía el vestigio, ella no lo sabía y él le había cerrado el acceso a él desde su nacimiento. Sin embargo, de algún modo, conseguía llegar hasta el poder. Por el momento, siempre le había entregado el control sobre el que alcanzaba. No era consciente de que, si decidía no hacerlo, quizás él no podría arrebatárselo.
Tampoco sabía que, con el juicio, le había dado la oportunidad de atar un cabo suelto sin el que no podría llegar a su objetivo. Recuperar a los hijos de la diosa que siglos atrás se habían rebelado contra él. Sabía que Sombra oiría la llamada igual que el resto de los iniciados y esperaba que atacara. Era un buen momento, Tara aún no estaba bajo su control, seguía captando su mente cuando Ray había invocado a la diosa. No creía que se atreviera a traerla con él para presionar a la izani.
Esta vez el demonio no le pillarían por sorpresa, con una multitud de acólitos siendo presas del pánico y una izani en quien nadie confiaba. Encontrarían el templo investido con el poder de la diosa para el juicio, unido bajo el mando del shanadi. La actual Hermandad de Sombra era indisciplinada, estaría entretenida atacando a cualquier cosa que se moviese en lugar de apoyar a su señor. Era el momento perfecto para obligar a Sombra a volver al redil e ir a buscar a Tara, la hija de la izani, inmediatamente después. El demonio estaba débil y su Hermandad era más débil aún. Ray había podido ahuyentarlos sin ayuda en aquel templo improvisado en el que no había más poder que el que portaban los objetos que ellos habían colocado y con sus sacerdotes huidos o muertos. Ray y él unidos, junto con los magos, habrían podido poner al demonio de rodillas. Cabía la posibilidad de que Ray decidiera ceder el desafío, si Sombra mostraba a Tara entre los suyos. Pero no creía que lo hiciera porque aún no la tenía bajo su poder, y no era probable que Ray eligiera servir a Sombra, sin otro incentivo que cambiar un shanadi por otro. Si hubiera querido hacerlo, habría aprovechado la oportunidad en el primer ataque.
Pero Sombra no había mordido el anzuelo. La Hermandad seguía campando a sus anchas y Ray había ganado, con lo que su posición al frente del templo se vería reforzada. Por otra parte, había dejado de captar a Tara durante el juicio y se preguntaba cuál sería el motivo. Sabía que no había salido del templo donde estaba la Hermandad, aún estaba allí cuando había desaparecido de su radar. Tal vez, los demonios de la Hermandad la habían atacado para convertirla en uno de ellos, o la habían matado. Era una explicación plausible. No estaba iniciada, así que no captaría su esencia una vez muerta o transformada y la Hermandad actual era muy salvaje, podía escapar al control de Sombra en su propio templo. Si se hubiera transformado, sería un incentivo para que Ray le secundara en sus planes y le ayudara a hacer que Sombra hincara la rodilla. Que estuviera muerta también podía ser una solución para que Ray se despegara del todo de su vida anterior y se convirtiera en la izani que necesitaba. El templo la estaba absorbiendo rápidamente, la diosa y la magia la llamaban. En el juicio se había sumergido completamente y, sin esa hija, ya no quedaba nada que pudiera contrarrestar la llamada. No había nadie más en su vida, ni pareja, ni amigos íntimos… nada. Había pasado por el mundo sin dejar más huella que esa hija que no debería haber nacido.
Había querido averiguar cómo la había podido engendrar, pero, por algún motivo, cada vez que quería interrogar a Ray acerca de ese tema, se distraía con cualquier otra cosa. Tal vez fuera cosa de Shakah, después del juicio estaba claro que tenía un ojo puesto en ella y, de otro modo, no podrían haberla concebido. ¿Ray y quién más? Tenía la respuesta en la punta de la lengua, sin embargo, se le resistía. Algo le decía que ya sabía quién era el padre, sin embargo no conseguía llegar hasta la respuesta. En cualquier caso, eso había dejado de importar. Cada vez estaba más convencido de que estaba muerta, aunque tendría que regresar a ese templo para cerciorarse.
El antiguo templo que le había robado la Hermandad conservaba la mayor parte de su poder y estaba demasiado cerca. Se preguntaba por qué los magos habían elegido precisamente esa ubicación para la ciudadela, que era como se empañaba Conrad en llamar a ese lugar. Un edificio débil y gastado, muy poco digno del nombre que su creador quería darle. Aunque era un buen reflejo de la Comunidad que lo habitaba. No podía ser casualidad. La diosa tenía planes y la Hermandad formaba parte de ellos. Los clanes perdidos tenían que volver a reunirse con sus hermanos para que él pudiera culminar sus planes. Había querido ponérselo fácil, acercando los clanes perdidos al templo de la comunidad. Igual que había puesto a esa hija de la izani en su camino para facilitar que pudiera reclamarla y había salvado la vida de David para que cumpliera su destino. Sería él quien le llevaría a ocupar su lugar, en el trono, a la derecha de Shakah. Con Ray o sin ella, aunque con ella sería mucho más fácil. Era a ella a quien la diosa quería ocupando el lugar del shanadi. Tenía que comprobar qué había sucedido con Tara, si realmente estaba muerta o se había convertido en un demonio más. Que hubiera comenzado a andar por su cuenta y de algún modo se hubiera unido a la Hermandad, era otra posible explicación a la pérdida de conexión con ella. Que Sombra no hubiera acudido al juicio era extraño y podía ser un indicio en ese sentido. No podía confiarse.
Ray apenas había salido con vida del enfrentamiento con la parte del templo que se le oponía, pero muchos de sus adversarios habían hincado la rodilla y eso le había otorgado la victoria. Le habían salvado la vida con ese gesto, porque quien les dirigía, Miriam, estaba decidida a matarla. A pesar de que le había dado instrucciones de que la izani tenía que sobrevivir. Iba a tener que pedirle explicaciones a la maga acerca de cómo había resultado el juicio. No estaba contento, había fallado al confiar en que Shakah debilitaría a Ray y, después, había desobedecido sus instrucciones. Mara también tenía mucho que explicar, conocía sus intenciones tan bien como Miriam. Su cometido era cuidar de que todo fuera como estaba previsto para que Ray saliera viva pero debilitada, no apoyarla incondicionalmente para llevarla a la victoria.
Ray se recuperaría deprisa, era una eterna pura. César había reclamado el derecho del clan para cuidar de ella, eso no se lo esperaba. Aunque, después de que él la perdonara, de pasar el juicio de Shakah y de vencer al templo, el clan no podía más que perdonarla también. Los sacerdotes y ella misma esperarían que la visitara después de la victoria. No lo iba a hacer inmediatamente, ella había reclamado el juicio contra su consejo y su voluntad, no iba a correr a felicitarla. En los días siguientes, había algunos actos previstos en los centros que habían abierto para reclutar nuevos acólitos. Pasaría unos días visitándolos y aprovecharía para decidir qué hacer con Ray, con el templo y con la Hermandad. Ese proyecto para captar vocaciones estaba funcionando bien, sangre nueva para un nuevo ciclo de poder. Había sido cosa de Conrad y una gran idea, pensó, mientras se arrellanaba en los cojines a la espera de que llegara Mara para contarle lo que ya sabía.