La Orden de la Sangre
III. El rey muerto
Montse G. Rigau
Introducción
Gemma observaba cómo Ray manipulaba la cerradura. Miraba por encima del hombro a cada instante, nerviosa. La de aquella sala era la única puerta cerrada del templo, y la llave la guardaba el shanadi. Ray era la izani, pero, aunque tenía derecho a entrar en ella, él tenía que autorizarlo. Solo lo hacía si se preparaba una ceremonia importante. Esa noche no había pedido permiso, no preparaba ceremonia alguna y no quería que el shanadi supiera lo que planeaba. César estaba unos pasos más allá, junto a la puerta de la sala de culto, vigilando que nadie se acercara. No era probable que alguien se aventurara por un pasillo que solo llevaba a una puerta que no podían cruzar, pero la zona sagrada estaba concurrida en esos momentos y ser prudentes no estaba de más.
Ninguno de los dos consejeros que acompañaban a la izani había estado nunca en la sala que guardaba la esencia de la diosa, ni habían imaginado que iban a pisarla en aquellas circunstancias. Los había requerido para que la apoyaran en aquella transgresión y habían accedido. Ahora estaban nerviosos y algo asustados, pensando en cómo podía reaccionar Shakah cuando pisaran su espacio más sagrado para hacer aquella inverosímil petición.
—¿Estás segura de que podrás abrirla, hermana? —preguntó César, cuando intercambió su lugar de vigilancia con Gemma. No convenía que le vieran plantado en el mismo sitio demasiado rato—. Estás tardando bastante.
—Es más moderna que la del viejo templo, cuesta un poco más, pero se abrirá. No llevo ni cinco minutos, cálmate un poco.
—¿Por qué no la abres mágicamente?
Ray miró a César, exasperada. Ella también tenía los nervios a flor de piel. Resopló y volvió a lo que estaba haciendo. Lo de César no era simple intranquilidad, podía verle los ojos enrojecidos incluso con la poca luz de allí abajo. Aquello le había sacado completamente de su zona segura y, desde su punto de vista, acababa de sacrificar a su hijo. Ray hizo un esfuerzo para que su respuesta sonara calmada.
—Porque sería lo mismo que romperla con un martillo y se daría cuenta.
—¿Y cómo sabes que no se dará cuenta igualmente?
—Porque lo hice muchas veces en el viejo templo y nunca se enteró. ¿Cómo crees que avancé tan deprisa, cuando todo el mundo era reacio a enseñarme lo más relevante? ¿Lo que de verdad podía llevarme hasta el poder?
—¿Te atreviste a entrar ahí antes de ser izani?
—Aprendí a forzar cerraduras antes de cambiar los dientes y no estaba dispuesta a comerme más palizas que las imprescindibles —respondió Ray, al tiempo que se oía un clic y la puerta cedía—. No es una ley sagrada que no se pueda pisar esta sala: es el Eterno quien no quiere que los sacerdotes se comuniquen directamente con la diosa.
—Tu hermana estaba más interesada en la naturaleza de las leyes que en la de la magia, Eterno. ¿No te diste cuenta cuando fue tu alumna?
—No estuvo mucho bajo mi tutela, apenas le dio tiempo a discutir un par de veces —respondió César, sarcástico—. Tendré que tomar ejemplo, está claro que su orden de prioridades es más acertado que el mío.
—Las prioridades dependen del objetivo, hermano. Averigua cuál es el tuyo y hasta dónde estás dispuesto a llegar; entonces podrás establecer las más adecuadas —respondió Ray—. Bien, ¿estáis preparados?
—¿Qué va a suceder? —preguntó Gemma.
—Llamaré a la diosa, haré mi petición y expondré mis motivos. No sé qué pasará, la última vez me comprometí a algo que no cumplí a cambio de menos de lo que le voy a pedir hoy. Os he hecho venir como avales, para que apoyéis mi petición pidiéndole lo mismo: que me desligue de mi aladi y me permita fundar mi propio clan a espaldas del Eterno —respondió Ray—. Miradla, no bajéis la vista como hacéis siempre en la sala de culto. En esta sala se entra para confrontarla cara a cara, no tengáis miedo de hablarle. Y si queréis aprovechar y pedir algo para vosotros mismos, este es el momento.
—Solo estar en esta sala y en su presencia directa supera cualquier cosa que pudiera pedir —dijo César en un susurro.
—Estáis en su presencia en cada ceremonia, pero no os atrevéis a mirarla —le reprochó Ray—. La única diferencia es que ahí dentro no hace falta invocarla.
—En las ceremonias es la comunidad quien está frente a ella, no los individuos —replicó César.
—Estamos aquí por ti y tú estás aquí por nosotros —interrumpió Gemma, atajando la incipiente discusión. Es una petición conjunta que une a Eternos y Cuervos, las dos sangres más antiguas, por primera vez en varios siglos. Eso por sí solo es una ofrenda a la diosa.
—Eternos y Cuervos que quieren dejar de serlo —puntualizó Ray—. Creí que no erais tan antiguos.
—Los aladis y los nombres cambian, la sangre permanece. Las dos sangres más antiguas quieren dejar la confrontación y unirse para salvar a la Orden —respondió Gemma, en tono severo—. Grábalo en tu cerebro, deja a la cínica en la puerta y que entre solo la izani, Ray, o puede que no salgamos. Lo mismo te digo, César. Todos entramos aquí habiendo entregado algo valioso, o dispuestos a entregarlo, en la guerra que se avecina. Por el culto y la comunidad.
—¡Por Shakah! —exclamó Ray, internándose en la oscuridad de aquella sala.
—¡Por Shakah! —secundaron antes de seguirla.
La puerta se cerró y los tres magos quedaron sumidos en la oscuridad, ninguna luz podía romper las tinieblas de aquella sala. Ray encontró la mano de Gemma y ella, a su vez, buscó la de César. Sintieron el vacío que les rodeaba mientras los fuegos fatuos comenzaban a encenderse, flotando a su alrededor. Pronto dejaron de notar el frío de la roca en sus pies y sus cuerpos comenzaron a fluctuar. Notaron cómo se elevaban en la oscuridad sin más asidero que las manos que les unían. Llegó la presencia y les envolvió, comprimiéndoles el cuerpo y el alma. Si alguien gritó, no se oyó ningún sonido.
Ray notó cómo la mano de César se soltaba de la suya y deseó que no hubiera entrado en pánico. Si alguien perdía el control, no saldría vivo de aquella sala. Después desapareció el contacto de Gemma y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar la oleada de terror. Esperaba no haber firmado su sentencia de muerte. La presencia de la diosa invadió su alma y respiró aliviada; no parecía enfadada, tal vez solo quería evaluarles por separado. Los fuegos fantasmales ascendían a toda velocidad a su alrededor. Ella también se desplazó hacia arriba, cruzando la negrura infinita de la sala. En ese momento la diosa habló, aunque sin usar palabras.
Enfocó toda su voluntad e hizo la petición que la había llevado a su presencia. «Rompe las cadenas de mi sangre y dame poder para crear las mías. Libérame del yugo que me sujeta y seguiré el camino que marca tu voluntad». En cuanto terminó la frase, se vio a sí misma en un claro de bosque, observando cómo siete magos sacrificaban a una chica en el suelo. La sangre empapaba la tierra y una nube negra se cernía sobre ellos. A sus espaldas, las raíces de un viejo roble se retorcían transformadas en serpientes sibilantes mientras una sombra se deslizaba sobre ellas y reptaba rápidamente hacia la sangre del sacrificio. El aullido de un lobo le llamó la atención y, cuando volvió a mirar, el escenario había cambiado.
Los magos habían desaparecido y ahora cuatro tronos ocupaban el claro. En uno de ellos, una loba joven aullaba mirando a la luna, dejando ver un collar incrustado de ámbar. Los otros tres sillares estaban vacíos, y una corona de plata ocupaba cada uno de los asientos. Las joyas que tenían engastadas hablaban claramente. Cuatro tronos, cuatro colores, cuatro gemas de poder. El símbolo en su muñeca brillaba encendido, y la cicatriz en su vientre quemaba mientras se preguntaba por qué no aparecía el único trono que ella conocía, el del shanadi. Recordó aquella corona hundida en el río la noche que la diosa la había juzgado. La había visto, la miró, pero ni siquiera había intentado alcanzarla. La única batalla perdida de antemano es la que no se lucha. Tal vez ese día el castigo de la diosa se había debido a eso. Tan confusa estaba esa noche, que ni se había percatado de lo que le ofrecía.
Decidió no cometer el mismo error y se acercó al trono azul alargando la mano, pero no pudo llegar hasta él. Un vendaval repentino la derribó y arrastró su cuerpo lejos del claro y de aquella estampa. Intentó agarrarse a los árboles e incluso clavó las uñas en el suelo, pero solo consiguió que el viento soplara con más fuerza. El ciclón amainó y pudo levantarse, sus pies se hundían en un lodazal y las nubes tormentosas cubrían el sol. Sintió los grilletes en las manos. Tiraban de ella hacia la ciénaga que se abría ante sus ojos, pero plantó los pies negándose a avanzar. Lo que veía allí era mucho menos apetecible que la corona que había querido alcanzar.
Otro trono, grande y oscuro, se elevaba. Las cadenas de hierro surgían de él. Algunas estaban rotas y colgaban inertes. Otras, oxidadas y viejas, se hundían en el barro. Pero había muchas más que se elevaban hasta desaparecer en la niebla y supo que en cada extremo había otro como ella. La figura coronada que se sentaba en el sitial fue humana en algún momento, pero hacía mucho que había dejado de serlo. Solo unos jirones de cabello negro y lacio cubrían el cráneo bajo la corona festoneada de joyas de obsidiana negra. El cuerpo era una masa sanguinolenta y putrefacta que parecía mantenerse unida gracias a las serpientes que la envolvían y sujetaban. La mano esquelética levantaba un cetro moviéndolo lentamente. Con él formaba un remolino de aire que arrastraba lo que alcanzaba y lo llevaba hasta aquella masa para que lo integrara en su propio ser, alimentando a las serpientes que lo mantenían vivo y sembrando la muerte a su alrededor.
El rey muerto reparó en su rebelión y los eslabones se tensaron, haciéndola caer de rodillas en el barro y comenzando a arrastrarla por él. Ray se negó, se retorció y pataleó hasta que consiguió agarrar un tronco muerto con las piernas. Comenzó a tensar los músculos para doblar los brazos y sintió cómo los grilletes se le clavaban en la carne. Gritó de dolor y de rabia, al tiempo que sujetaba la cadena con las manos para dar un fuerte tirón; recuperó algo de terreno reptando de espaldas en el cieno mientras aquellos ojos vacíos se clavaban en ella. Sentía aquella mirada muerta como un viento ardiente que le quemaba la piel y amenazaba con arrancarle la carne. Volvió a gritar al tiempo que tiraba, y la mandíbula esquelética se abrió en una carcajada que resonó en su cabeza y le hirió los oídos.
Hizo un esfuerzo por aferrar la cadena de nuevo. Estaba tan fría que las palmas se adherían a ella y le abrasaba la piel. Sentía los pulmones a punto de estallar y los músculos le ardían, sin conseguir ningún resultado. El pánico empezó a apoderarse de su mente, mientras sus esfuerzos se revelaban inútiles y aquel engendro no paraba de reír. Entonces reparó en su error: ni siquiera habría intentado hacer frente de ese modo a una entidad astral sesenta años atrás. Su mente la llevaba a luchar del modo en que se había acostumbrado a hacerlo lejos del Eterno y de la magia.
Dejó de oponerse a la fuerza que tiraba de ella y se dejó llevar por él. Llegó a los pies del trono y se arrodilló, sin dejar de mirarle. Ahora los grilletes colgaban flojos de sus muñecas y las cadenas que los sujetaban reposaban en el suelo. Un reflejo azul brilló a través de las cuencas de aquel cráneo pelado, las miró un momento y después bajó la vista lentamente, en un gesto de sumisión. No llegó hasta el suelo: se detuvo en el pecho y, una vez allí, enfocó su voluntad. Si la faz esquelética del rey muerto hubiera podido expresar algo, habría sido sorpresa. Si hubiera habido algún espectador, habría visto los ojos de Ray brillando con una luz azul mucho más intensa que la de aquel espectro.
El ente levantó el cetro, el brillo azulado llenó su pecho y desde allí viajó por su maltrecho cuerpo, sembrando carne sobre los huesos y alejando la muerte de su cuerpo. Se puso en pie ante el trono, levantando la vara de mando en un grito de triunfo mientras sentía la vida reconstruyendo su maltrecho ser. Ray esbozó una sonrisa sarcástica al tiempo que agarraba las cadenas y las rompía de un tirón. Continuaron colgando del trono con los eslabones rotos, también de los grilletes de sus muñecas, pero ya no estaban unidas entre sí. El rey no lo vio, estaba demasiado ocupado gritándole su victoria al cielo como para mirar qué sucedía junto a sus pies, y cuando Ray empezó a inclinarse, los extremos rotos de las cadenas estaban enterrados en el barro.
Terminó la reverencia y besó los pies cadavéricos. Ya casi parecían humanos, pero las larvas asomando entre los dedos delataban la putrefacción. Él volvió a sentarse en el trono, satisfecho, y Ray sintió cómo sus rodillas se hundían en el barro inmovilizándole las piernas. Se le escapó una lágrima al pensar en las oportunidades que había dejado escapar. Aquello habría sido mucho más fácil si hubiera tenido el valor de aprovecharlas. El rey ya no estaba muerto y, para poder matarlo, antes tendría que alimentarlo.
Cuando salió de la ensoñación, volvió a sentir el suelo de piedra bajo los pies y dos antorchas alumbraban la puerta señalando la salida. Suspiró aliviada, aquella batalla había terminado, seguía viva y sus lazos con el clan estaban rotos. Aunque no debía olvidar que quedaban otros de los que no se podía librar.
Gemma seguía en pie, a su lado. La miraba sonriente y le mostraba la muñeca. En ella ahora brillaba el símbolo de Shakah igual que en la suya. Los ojos verdes brillaban a la luz de las antorchas y exhibía una sonrisa de triunfo. César estaba en el suelo, sentado con las piernas cruzadas y musitando algo para sí mismo. Levantó la vista cuando ella le miró, tenía los ojos llenos de lágrimas, pero su expresión era de felicidad. En su muñeca también brillaba la estrella de ocho puntas. Aquel sería el emblema que distinguiría a los sacerdotes que se unieran a su causa. Señalaría a los leales, al tiempo que indicaría que no eran simples rebeldes ni traidores a quien les quisiera acusar. Ahora eran soldados al servicio de su diosa y aún quedaba mucha guerra, pero aquella victoria ya la podían celebrar.
Capítulo I
El teléfono sonó en la mesita de noche. Nico se dio la vuelta en la cama y lo dejó sonar con la esperanza de que callara. Al tercer timbrazo alargó la mano para cogerlo y miró la hora, pasaban diez minutos de las seis de la mañana. Ni siquiera habría amanecido aún. Dio un respingo cuando vio el nombre que aparecía en la pantalla y cuando respondió ya estaba completamente despierto. No dijo nada y esperó a que la voz de Ray pronunciara la frase acordada.
—¡Ray! —exclamó, en cuanto estuvo seguro de quién estaba al otro lado de la línea—. ¡Has estado varios días sin contactar! ¿Has recuperado tu número?
—A partir de ahora hablaremos más —contestó Ray—. Tara ha llamado, ¿verdad?
—La meteré en el piso de Estrella, así estará controlada.
—¿En ese piso? ¿No había otro mejor que estuviera libre?
—Mejor amueblado sí, más adecuado no. Nadie buscará a tu hija en ese cuchitril y mi gente ronda por allí, sabremos enseguida si hay movimientos extraños. ¿Cómo se te ocurre meterla en una operación? ¡Es una cría, joder!
—No es una operación, me han cogido y no me van a soltar, ya te lo dije. Tara se ha metido de cabeza en lugar de esconderse, y si no te llamó fue precisamente para que no se lo impidieras. ¿Puedo contar contigo?
—¿Qué quieres que haga?
—Ya que no puedo librarme de ellos, quiero hacerme con el control.
—¿Quieres quitarle el sitio al gurú? —preguntó Nico, con una carcajada. Le respondió el silencio al otro lado de la línea y suspiró—. Joder, hablas en serio.
—Quiero que mandes a los mejores que tengamos para tomar el control del lugar. No a los que están en nómina en la empresa, ya me entiendes. Lo haremos con el pretexto de hacer el recinto más seguro, estoy al mando en esa cuestión y no habrá resistencia. Quiero que estén aquí esta tarde y que tú los acompañes. Te lo explicaré todo cuando estemos cara a cara.
—¿Cómo entra Tara en todo esto? ¿No sería mejor meterla en un avión y mandarla al Caribe hasta que las cosas se calmen?
—Sería mejor, pero no vamos a poder hacerlo —replicó Ray—. Hazte a la idea de que Tara es un agente libre y no le des más vueltas. Lidera una facción aliada, colabora, pero no está en el mismo equipo. No quiero que me informes de lo que hace. Ya sabes cómo va esto: no puedo revelar lo que no sé. Confío en tu sentido común. Otra cosa, ¿recuerdas a David Fuentes?
—¿Ese policía cabrón y meapilas, que casualmente es hijo tuyo? ¿Cómo olvidarlo? —refunfuñó—. ¿Lidera otra facción? ¿Con nosotros o contra nosotros? Porque su mujer la está liando parda.
—Está conmigo. ¿Qué coño está haciendo su mujer?
—No sé si va por su cuenta o solo es la cara visible, la verdad. Está empeñada en que a su marido lo ha captado tu dichosa secta.
—Pues no anda muy equivocada.
—No, por eso me preocupa. Empezaron con unas cuantas personas manifestándose en los alrededores de los locales de tu secta, rezando y predicando la salvación cristiana para convencer a los que se acercaban. Pero la cosa está escalando, ya ha habido altercados e irá a más. He visto proclamas por redes y están encontrando mucho público dispuesto a escuchar —le explicó Nico—. La versión oficial sobre la masacre del lago no hay quien se la crea, y tiene que ver con esa secta en la que estás. Esa iglesia está en el epicentro del desastre y ha habido más ataques; intentan silenciarlos y lo que consiguen es alimentar la paranoia. Los fanáticos de la pandilla de Fuentes son los más relevantes, con su mujer a la cabeza, y se les está uniendo un buen grupo de tarados con acceso a las armas. Hay militares y policías implicados.
—¿De qué nos acusan? Ese ataque no fue cosa nuestra.
—Literalmente de traer el anticristo a la tierra y provocar el apocalipsis. No sé cómo, pero está cuajando. Prácticamente están llamando a la guerra santa.
—Tener esos centros abiertos al público es una estupidez, está claro.
—En mi opinión, no hacen nada que no hagan otros pirados religiosos. Le comen la cabeza a la gente, le sacan los cuartos y poco más. Si no fuera por ese ataque no creo que tuvierais problemas. Pero el ataque existió, lo perpetraron unos monstruos que parecían salidos del infierno y hay cientos de vídeos circulando donde se les ve perfectamente. Empezó en vuestra iglesia y cada vez más gente cree que los invocasteis vosotros.
—Me lo cuentas hace unos meses y me habría reído de buena gana —comentó Ray—. ¿Alguien ha visto al líder? ¿Se sabe quién es?
—Le llaman shanadi, pero no se deja ver más que en el interior de los propios locales, está muy protegido. Las caras visibles son un par de mujeres. ¿Por qué?
—Porque se parece mucho a David y a mí.
—Lo sé, pero no es público. Al menos de momento. Se han adueñado de tu compañía, por cierto, van a venderla a un fondo de inversión.
—Pues verás qué risa cuando vean que las cuentas están falseadas y no es más que una empresa pantalla.
—Para entonces no quedará nada a tu nombre. —Se rio Nico—. Lo que me preocupa es que la situación estallará en cualquier momento y estás en centro de todas las miradas. Nadie ha visto a tu hija, nadie ha hablado con ella y los padres de sus amigas no son unos cualquieras. Lo mismo sucede con David: ni su mujer, ni sus compañeros, ni su iglesia se han tragado lo que les contó. Y todo lleva al mismo punto de partida: al ataque que sufrió Tara, a la fundación de esa nueva iglesia y a ti. No estás desaparecida, hay alguien que se hace pasar por ti, y para quien no te conozca a fondo, da el pego. Esa mujer forma parte de la secta, acude a los locales con frecuencia y se empieza a rumorear que no es un líder sino una lideresa quien mueve los hilos.
—Pues quien sea que se esté haciendo pasar por mí será la que arda en la hoguera. ¿Qué quieres que te diga? No puedo hacer nada con todo eso —replicó Ray—. ¿Eso de la mujer de Fuentes es algo informal o están organizados?
—Empezó como algo informal, pero han crecido y están aprovechando las estructuras de la organización religiosa. Cada vez son más fuertes. Hay otros, pero estos son los más peligrosos con diferencia.
—Quizás podamos aprovecharlo, no les pierdas de vista. Nos vemos esta tarde.
Ray colgó el teléfono con una sonrisa nostálgica. Hablar con Nico y volver a ser esa Ray le había dado un chute de energía. Esta sería la última misión, la última vez que trabajarían juntos. Si salía bien, volverían a verse, pero ese ya no sería su mundo. Quizás Tara ocupara su lugar cuando la diosa tuviera lo que quería, ella no tenía más compromisos. Podía reducir la devoción a un culto personal y seguir con su vida, igual que había hecho ella. Nunca había querido que Tara siguiera sus pasos, pero tampoco separarse de ella. Finalmente la había apartado, internándola en aquel colegio. Pero fue demasiado tarde. Tara ya sabía mucho, había visto demasiado y no le parecía mal. La admiraba, decía que quería ser como ella. Y ella se dejaba querer, estúpida vanidad. La había arrastrado a su mundo; a sus dos mundos, y ninguno era bueno. Pero los dos habían cautivado a Tara igual que le sucedió a ella. No se puede detener la rueda del destino, pretenderlo es como querer retener el agua entre los dedos.
Miró el cuaderno en el que había estado dibujando antes de decidirse a llamar. Ocupar uno de esos tronos era lo que la diosa le tenía reservado. Ahora lo sabía, y la certeza de saber lo que se esperaba de ella le aportaba serenidad. También cierta desazón. Aquella no era la vida que quería, aunque una parte de sí misma la deseaba. En cuanto comenzó el primer rito en aquella iglesia junto al lago, se dio cuenta de lo mucho que había añorado la magia.
Había olvidado cómo era sentir el flujo de la energía y la mente colectiva en el templo de Shakah. En ese momento, después de haberse zambullido en ella hasta el cuello durante el juicio, el cuerpo y la mente le pedían más. No volvería a salir de la comunidad, quizás ni siquiera del templo. Lo sabía desde el principio y cada vez le importaba menos, salvo por David y por Tara. La diosa tiraba de sus hijos tanto como de ella misma. Ya no le apetecía resistirse, David había dejado de hacerlo enseguida y Tara ni se lo había planteado. O tal vez sí y creía que merecía la pena, igual que su hermano. Quizás era ella la equivocada, incapaz de valorar y disfrutar plenamente los dones que Shakah ofrecía.
Cogió el cuaderno junto con los lápices y regresó al dormitorio sin encender la luz y cerró la puerta con cuidado. Gemma seguía durmiendo sobre la cama. Las ondas de su cabello se esparcían sobre la espalda desnuda y salpicada de pecas hasta la curva que cubría la sábana. Le pareció una imagen de ensueño, iluminada por la luz de la luna que entraba por la ventana. Se sentó sobre los cojines de la moqueta y empezó a trazar líneas. Este ejercicio no tenía ningún objetivo práctico, pero, al dibujar, su mente se relajaba, aunque nunca se detenía del todo. Trazo a trazo, sombra a sombra, las preocupaciones se alejaban. Los ojos los mantenía fijos en la estampa y las manos se movían sin que la vista las guiara. No quería dormir, estaba esperando algo.
Leila salió de la ducha, se envolvió la melena con la toalla y enseguida miró el reloj que había dejado encima del lavamanos. Se había entretenido más de la cuenta. Era la tercera vez esta semana, no se libraría con una bronca. Si no empezaba a madrugar más, acabaría por tener problemas serios. Aunque eso ya lo había intentado y lo único que había conseguido era pasar más tiempo disfrutando del agua caliente. Esa sensación era demasiado agradable, no podía evitar apurar hasta el último minuto deleitándose con ella. Quizás sería mejor dejar de ducharse por las mañanas y hacerlo en otro momento menos comprometido. Era algo para pensar a lo largo del día, ahora tenía que darse prisa.
Al abrir la puerta, la agitación que había en el pasillo le llamó la atención. Varios sacerdotes corrían apurados llamando a las puertas. La mitad de los que veía aún deberían estar durmiendo y, de hecho, ni siquiera estaban vestidos. Quizás aún podía librarse del castigo. Algo había pasado y, con tanto jaleo, aún no habrían reparado en su ausencia. Se apresuró hasta su cuarto sin molestarse en preguntar qué sucedía. No llegó a abrir la puerta: una mano la agarró por el hombro y la volteó bruscamente, aplastando su espalda contra la pared del pasillo.
—¿Dónde está tu amigo, Egipcia? —le preguntó Adel, con la cara a menos de diez centímetros de la suya.
Leila le miró más confusa que asustada, sin saber qué contestar. Adel era uno de los magos inferiores, ni siquiera dormía en ese pasillo. La gente empezó a reunirse tras él y entonces sí comenzó a asustarse. No sabía qué decir, abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir mientras parpadeaba confusa, pero cualquier sonido se negó a salir de su garganta. La mano del mago se estrelló contra su cara y ella cayó al suelo. La toalla en la que se había enrollado se quedó en la mano de Adel, que la miraba furioso. Quiso levantarse, porque si se quedaba en el suelo la patearía antes de que llegara a decir nada en su defensa, pero no pudo. Los sacerdotes se habían apiñado a su alrededor, no le dejaban espacio suficiente. Las miradas eran acusadoras y los murmullos también. Ponerse en pie ya no era una buena idea. Se acomodó sobre las rodillas frente a los pies del mago, sin levantar la vista más allá de sus peludas pantorrillas.
—¿Qué amigo, señor? No sé qué ha pasado, ¿a quién buscáis?
—Claro, por eso has corrido a esconderte en tu cuarto. ¡Sabes perfectamente a quién buscamos! ¿Dónde está? ¡Levántate y mírame!
Leila empezó a levantarse. Le temblaban las piernas. Seguía llegando gente y los murmullos subían de tono. Sentía la ira que proyectaban los presentes, aunque no todos estaban furiosos: algunos se estaban divirtiendo. Esos eran los que más miedo le daban. Alguien le tiró del brazo para hacer que se pusiera en pie más deprisa. Una mujer, pero no pudo distinguir cuál. La cara de Adel volvía a estar pegada a la suya y no veía nada más que sus ojos furiosos.
—¡Habla! —le dijo entre dientes. Leila sintió las manos del mago en la cintura. Ya estaban calientes, y una oleada de pánico recorrió su mente.
—¡No sé qué quieres que diga! —exclamó, suplicante—. No, por favor, no lo hagas. ¡Dime a quién buscas y te diré lo que sepa!
Lo siguiente que salió de su boca fue un grito de dolor mientras cada terminal nerviosa de su abdomen se encendía. Alguien aplaudió, otros jalearon. Leila sentía que le fallaban las rodillas, mientras las manos del mago aprisionaban su cuerpo contra la pared sin dejar que cayera. Oyó su voz y no llegó a entender qué preguntaba, los gritos a su alrededor ahogaban las palabras. Un fuerte tirón de pelo la obligó a levantar la cara. Recibió un escupitajo, una rodilla se le clavó en la ingle y un puño en el costado. Los gritos subían de tono, los empujones aumentaban y sintió de nuevo el dolor entrando en su vientre desde las manos que la atenazaban. Notó el líquido caliente deslizándose por las piernas cuando se le soltó la vejiga, y entonces una voz se impuso por encima del griterío. Las manos la soltaron y cayó desmadejada sobre la moqueta mojada. Vio los pies alejándose, dejando lugar a otros, pequeños y con las uñas pintadas de rojo, que se acercaban.
—¿Qué significa este jaleo? —Mara llegó envuelta en un batín rosa pastel y se encaró con Adel. Su voz sonaba exasperada.
—Fran ha desaparecido, señora —contestó Adel en tono firme, aunque había retrocedido cuando la vio acercarse.
—Eso ya lo sé. —La nota de tensión en la voz de la primera maga no presagiaba nada bueno y Adel retrocedió un paso más—. Lo que quiero saber es lo que estáis haciendo con Leila.
—Ella tiene que saber lo que planeaba: últimamente siempre están juntos y ahora intentaba esconderse.
—Ya veo —respondió, avanzando hacia el mago, mientras los últimos curiosos se apartaban—. ¿Quién te ha dado autoridad para interrogarla públicamente?
Ahora era Adel quien estaba contra la pared mientras Mara le clavaba el índice en el pecho. Un murmullo volvió a elevarse, pero paró en seco cuando Adel gritó. A Mara le bastaba ese dedo para hacer lo mismo para lo que él había necesitado dos manos. Adel cayó de rodillas farfullando disculpas en cuanto lo soltó, y Mara se volvió hacia la concurrencia.
—Que os sirva de aviso de lo que os va a ocurrir si os veo participando en otra escena parecida —les dijo mientras señalaba a un hombre y a una mujer—. Vosotros dos, llevadla a las mazmorras. Los demás, desapareced de mi vista.
Leila sintió que tiraban de ella e hizo un esfuerzo por ponerse en pie y caminar por sí misma, pero le fallaban las rodillas. La arrastraron a través del pasillo y las escaleras entre insultos e imprecaciones. Antes de cruzar la puerta de la zona sagrada consiguió dar un par de pasos. Fue una mala idea. La hicieron tropezar y caer, rodó por la estrecha escalera de piedra y le pareció que su cuerpo golpeaba cada borde y cada arista mal pulida. La levantaron de un tirón y no se atrevieron a golpearla de nuevo, pero aprovecharon para que sintiera el canto de cada escalón en los pies y las espinillas. Cuando cerraron la puerta de la mazmorra, casi se alegró de estar allí. Hasta que el vacío y la soledad se hicieron patentes en la oscuridad. Entonces comenzó a llorar mientras el dolor resonaba en su cuerpo y las voces en su memoria.
Gemma abrió un ojo. La luz se filtraba a través del cabello que tenía sobre la cara. Un pájaro cantaba con insistencia a través de la ventana abierta y el sonido de un lápiz rozando el papel la llevaba atrás en el tiempo. Cerró los ojos de nuevo tratando de mantener vivos los últimos coletazos del sueño mientras los recuerdos de la noche pasada le provocaban una sonrisa. Un dedo tocó su mejilla apartando los mechones que la cubrían al tiempo que rompía el ensueño. Volvió a abrir los párpados y se encontró con dos ojos azules que la miraban. Los labios rojos y delgados sonreían, pero la expresión era triste y cansada.
—Sigues durmiendo boca abajo, Cuervo —le dijo Ray, desde el borde de la cama, vestida solo con un ligero batín. La transparencia del tejido difuminaba la línea de la cicatriz que cruzaba el abdomen hasta las costillas.
—Y tú sigues dibujando cuando estás desvelada —respondió sin moverse, dejándose acariciar—. ¿No has podido dormir? Pareces cansada.
—Lo de anoche fue demasiado intenso, mi cerebro no ha parado de fabular.
—No te creo, Eterna. La diosa no ha hecho más que confirmar lo que ya sabías y darte su bendición. Se ha llevado más preocupaciones de las que ha dejado —respondió apoyándose en el brazo para mirarla de frente—. Has estado esperando a que Fran desapareciera de la mente colectiva y dándole vueltas a lo que hará o lo que pensará de ti.
—Sé lo que hará, y lo que piensa de mí lo dejó claro. Me preocupa lo que pensará Tara, aunque importa poco porque la perdí antes que a él. Y pronto David también se irá. Mi mundo cada vez está más vacío.
—Tu mundo se está transformando. Es doloroso, además de peligroso, y tú no dejas de buscar el modo de empeorarlo —respondió Gemma desatando el ceñidor para pasar el dedo por los surcos entre los músculos del abdomen—. Esto de Fran es una complicación que no necesitabas, ni Tara tampoco. Deberías haber dejado que se sacara él mismo las castañas del fuego.
—Nunca te gustó Fran, a pesar de su don de gentes —comentó Ray, burlona, tumbándose en la cama junto a ella.
—No me gustan los cobardes, por simpáticos que sean —respondió Gemma con suavidad, acariciando el cuello y los hombros con la punta de los dedos.
—¡No es cobarde! —protestó Ray provocando una carcajada de Gemma. Ray no pudo evitar sonreír y le dedicó una mueca irónica al tiempo que dejaba caer el salto de cama—. Aunque reconozco que se comporta como si lo fuera.
—Se comporta como lo que es, pero no quieres admitirlo porque le quieres. Le has salvado la vida mandándolo junto a tu hija, a pesar de que es un riesgo añadido y de que temes que la pondrá contra ti —respondió Gemma sin dejar de acariciarla—. Admite que no merece tu amor, pero se lo darás de todos modos, así no tendrás que defender lo indefendible. El corazón es caprichoso, no obedece a méritos y, a veces, ni siquiera a la lógica.
—¿Eso lo dices por ti o por mí? —preguntó Ray, rozando la marca oscura en la base del cuello de la maga y provocando que se estremeciera.
—No tengo derecho a reivindicar mis sentimientos después de lo que te hice, ni intención de hacerlo —respondió Gemma, tumbándose sobre la espalda, a su lado—. ¿Sabes una cosa? Si hubieras nacido unos siglos antes te habrías casado con Fran. Cuando yo era joven, si dos hermanos se vinculaban del modo en que vosotros lo estáis, se consideraba que era la voluntad de la diosa que crearan vida juntos. Algunos clanes siguen cumpliendo con esa tradición.
—Pues el Eterno, orgulloso guardián de la tradición, esta ha decidido olvidarla. ¿El Cuervo aún la aplica?
—Sí, y el nacimiento de tu hija confirma que es lo correcto. Todo habría sido muy distinto si se hubieran hecho las cosas a la antigua usanza. Pone los pelos de punta pensarlo.
—Sí, mejor no darle muchas vueltas —respondió Ray apoyándose sobre el brazo para mirar a Gemma—. Si el Eterno no se hubiera saltado la tradición para todo lo que a mí respecta, tampoco sería izani, ni habría nacido David, ni podríamos plantearnos siquiera lo que queremos hacer.
—No creo que los beneficios te compensen.
—De lo perdido, saca lo que puedas —respondió Ray empezando a besarle el pecho.
Gemma respondió llevando los labios al cuello y buscando la cintura con la mano para atraerla sobre su cuerpo. Encontró más resistencia de la que esperaba y entonces empujó para apartarla.
—No soy una romana inexperta a la que puedas distraer tan fácilmente —le dijo mirándola a los ojos—. Estás demasiado tensa. ¿Qué te preocupa? ¿David?
—Sé lo que pasará con David, la única duda es cuándo —respondió Ray sin evitar su mirada.
—Se va a entregar a ti y es honesto, te lo has ganado y ya no lo perderás de nuevo.
—Yo me entregué al Eterno y mira cómo estamos —respondió Ray tumbándose de nuevo sobre la espalda a su lado—. Las cosas cambian y las opiniones también. Hasta Fran me ha rechazado, y David es bastante más escrupuloso que él. No estoy hecha para el amor, Gemma, de ningún tipo.
—Eso es lo que el Eterno quiere que creas, no le des esa baza. Fran se ha dejado cegar por el miedo y se va a arrepentir. Pero David no se dejará asustar por las amenazas ni le podrá engatusar con promesas.
—Es leal y llegará hasta el final, pero, cuando ya no me necesite, su lealtad será todo lo que tendré —replicó Ray—. Se ha comprometido conmigo porque yo también lo he hecho con él, porque me necesita tanto como yo a él. Igual que tú, que evitas el tema porque no te atreves a mentirme.
—No intentes manipularme, Ray, sé que no estás enamorada de mí: disfrutas de mi compañía, nada más. Me he comprometido a ser tu maestra y tu cómplice, y solo gano si tú lo haces también. No necesitas ser la dueña de mi corazón para asegurarte mi lealtad.
—Pero me gustaría saber si lo tengo. Mi destino es el poder o la muerte, y los dos son lugares solitarios.
—Te admiro y te aprecio, tu mirada me seduce y tu tacto me enciende los sentidos. Se podría decir que lo que siento es amor, pero no entrego mi corazón si no me dan otro a cambio.
—«El corazón es caprichoso, no obedece a méritos y, a veces, ni siquiera a la lógica» —parafraseó sarcástica—. Lo has dicho tú, no yo.
—Por eso es el cerebro el que toma las decisiones —replicó Gemma llevando la mano de Ray hasta su pecho—. Pero si quieres mi corazón, puedes conseguirlo.
—¿Puedo convencerte de rebajar el precio? —preguntó Ray, juguetona.
—No seré yo quien te impida intentarlo.
Empezaron a besarse cuando un ruido en la habitación contigua las sobresaltó y las dos miraron hacia la puerta. Enseguida sonaron golpes en la madera y la voz de Mara llamando con impaciencia. Cuando se separaron, ya se estaba abriendo la puerta.
Mara esperó a que se despejara el pasillo antes de dirigirse a las escaleras para regresar a la planta superior. Estaba preocupada, sospechaba que aquello iba a ser más grave de lo que esperaba cuando la despertaron. Fue uno de los bailarines amigo de Leila quien la llamó suplicándole que detuviera a Adel. Por lo visto, el mago usaba cualquier pretexto para atacarla y temía que esta vez fuera demasiado lejos. En cuanto supo de qué la acusaba, empezó a buscar a Fran en la mente colectiva y supo que la actitud del mago tenía mejor motivación de lo que pensaba quien la avisó.
El alma de Fran había desaparecido de la comunidad y del templo. Por eso había hecho encerrar a Leila: aquello no podía responder a un impulso del sacerdote, estaba planeado, y algo tenían que saber sus amigos. A menos que no se hubiera fugado. Había otra posibilidad y era la más obvia; esperaba estar equivocada. David también se contaba entre las compañías que el sacerdote frecuentaba y Mara no había hablado con él desde la discusión de la mañana anterior. Habían pasado muchas cosas demasiado deprisa y se le hacía cuesta arriba, después de las decisiones que se habían tomado a sus espaldas. Tal vez, si lo hubiera hecho, le habría dado alguna pista. Aunque si era algo que el sacerdote había planeado, era mucho más probable que fuera Ishten quien lo supiera.
Echó un vistazo al corredor antes de entrar en las habitaciones de la izani y se alegró de comprobar que todas las puertas seguían cerradas. Tenía que darse prisa antes de que alguien se atreviera a despertar a otro consejero y perdieran la ventaja. Abrió la puerta bruscamente, y cruzó la antesala para golpear con fuerza en la del dormitorio.
—¡Ray! —la llamó mientras aporreaba con urgencia—. ¡Voy a entrar!
—¿Dónde está el fuego? —preguntó Ray, sentada en la cama. A su lado, Gemma levantaba la cabeza y la miraba con extrañeza.
Mara miró a Gemma con desagrado, pero no dijo nada. Se limitó a indicarle con un gesto que quería hablar con Ray a solas. Ray bufó y saltó de la cama antes de que Gemma pudiera moverse.
—Sigue durmiendo, aquí las órdenes las doy yo —le dijo volviendo a cubrirse con la ligera bata. Se volvió hacia Mara mientras se la ajustaba con el cinturón—. Hablaremos en la antesala.
—Como quieras —aceptó apartándose del umbral. Esperó a que Ray saliera y cerrara la puerta para continuar—. No sé si es buena idea que vuelvas a confraternizar con Gemma.
—No es asunto tuyo —fue la seca respuesta—. ¿Qué coño pasa para que me saques de la cama con tanta prisa?
—No es una buena compañía, Ray —insistió Mara—. No deberías recurrir a ella para desahogarte. Cualquiera en el templo se sentirá honrado si le requieres para que te acompañe.
—Se me habrá pasado por alto la cola de solicitantes en mi puerta. Gemma y yo estuvimos trabajando juntas anoche; cuando baje contigo, me acostaré contigo.
—No soy tonta, Ray. Has estado bajando sola desde que llegaste y estás sola porque quieres. Yo te he tendido la mano y otros también lo harían, pero nos rechazas a todos excepto a ella. —El tono de Mara estaba tomando cariz de regañina y Ray respiró profundamente, decidida a no dejar que le hiciera perder la paciencia—. Te manipuló, te utilizó y te traicionó. ¿Lo has olvidado?
—No me traicionó, Mara; hizo lo que le pedí, salió mal y optó por salvarse a sí misma —objetó con un encogimiento de hombros—. No hay para tanto.
—Si salió mal es porque ella te delató —replicó Mara con sequedad—. No sé qué le ves para que tengas tantas ganas de disculparla. El simple hecho de que usara el pretexto de una relación amorosa para acercarse a ti, con la edad que tenías entonces, ya debería decirte mucho de su carácter.
—¿Eso se lo puedo aplicar también al Eterno?
—¡El Eterno nunca pretendió que te enamoraras de él!
—No, el amor nunca entra en sus planes, y lo que les pase a sus consortes no le importa a nadie —replicó Ray, sarcástica—. Eso debería hablarte de su carácter.
—Fue Gemma quien jugó con tus sentimientos y te volvió contra tu propia sangre.
—Me odian desde que nací, Mara, no digas tonterías. El único incentivo que necesitaba para volverme contra ellos era admitir que no podía cambiarlo. Ni siquiera hice nada para perjudicarles, solo decidí seguir mi propio camino lejos de ellos.
—Hanneck te mantenía apartada y protegida.
—¡Hanneck me tenía prisionera, igual que ahora! —replicó Ray perdiendo la paciencia—. ¿Has irrumpido en mi dormitorio para sermonearme?
—Fran ha desaparecido de la mente colectiva del templo —le dijo con un suspiro, no quería continuar discutiendo—. ¿Tú puedes encontrarle? Puede ocultarse del clan e incluso de los consejeros, pero tú eres la izani.
El gesto adusto de Ray se suavizó para expresar una preocupación que a Mara le pareció genuina. Cruzó los brazos y cerró los ojos, concentrándose. Los labios formaban una línea fina y recta hasta que los abrió un minuto después.
—No se está ocultando, ese vínculo ya no está. Ni el vínculo, ni la mente ni el alma. No hay nada —respondió Ray en un susurro, frunciendo el ceño y sentándose en una silla—. Joder. Está muerto… ¿El Eterno…?
—Muy oportuno, pero no, el Eterno no le ha matado —replicó Mara—. ¿Lo has hecho tú?
—¿Me vas a interrogar? —preguntó Ray, ofendida.
—¿Prefieres que lo haga el Eterno? Ayer se destapó que Fran es el padre de tu hija, os peleasteis y la misma noche desaparece. Demasiado conveniente, ¿no te parece?
—¡He estado con Gemma toda la noche! ¡Puedes preguntarle si quieres!
—Precisamente, no sería la primera vez que te encubre.
—¿No crees que buscaría un cómplice menos sospechoso si lo necesitara? —le espetó Ray levantando la voz. Miró a la mesa y la siguiente pregunta la hizo en tono dolido—. ¿De verdad crees que le haría daño a Fran?
Mara no contestó, no quería decirle que era lo primero que había pensado. Calló unos momentos, pensativa, buscando una salida que no la llevara a la misma respuesta.
—Os une algo más que el clan y el templo, Ray —cedió finalmente—. Rastrea esos vínculos y encuéntrale. No es un suicida y nadie más tiene motivos para matarle. Si está vivo, tienes que poder encontrarle.
—No fue una simple discusión, borró los vínculos que nos unían, me repudió. Quería que reclamara a Tara para que viviera con sus hermanos carnales. Me negué y todo se rompió entre nosotros —explicó, dolida—. Conoces a Fran, es un devoto convencido. Por más que su forma de rendir culto sea poco ortodoxa, no le daría la espalda a la diosa para huir del Eterno. Ni abandonaría a su familia. Puede que intentara reclamarla él por su cuenta y le atacara la Hermandad. Ese templo está cerca.
—¿Sabes dónde está? —Se sorprendió Mara. Ray asintió con la cabeza y Mara se sentó en el sofá—. ¿Se lo dijiste?
—Me lo dijo él —mintió Ray—, supongo que Mayka o Ishten lo saben.
—Entonces tienes razón, probablemente está muerto. Hay que hablar con Hanneck antes de que lo haga alguien más.
—¿Quién está muerto? —preguntó David, desde la puerta de su dormitorio, vestido solo con el pantalón del pijama.
—Fran —respondió Ray, a bocajarro.
—¿Qué? —se alarmó David.
—Es una suposición —se apresuró a decir Mara—. Los sacerdotes están alborotados, mejor que te quedes en tu cuarto hasta que las cosas se tranquilicen.
—¿Cómo que están alborotados? ¿Por Fran? —preguntó Ray, sorprendida—. ¿Qué ha pasado?
—Saben que no es una chiquillada de las suyas y ya han atacado a Leila.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó David.
—Creen que sabe algo y quieren demostrar cuánto les preocupa lo sucedido.
—¿Leila? —se sorprendió Ray—. Si alguien sabe algo será Ishten. Es su mejor amigo.
—Supongo que no se atrevían a sacar a un consejero de la cama para interrogarlo y Leila se ha cruzado en su camino.
—¿Dónde está ahora? —preguntó David—. ¿Está bien?
—Está en una mazmorra, esperando para que la interroguen formalmente —respondió Mara—. También tendrán que hablar contigo. Quédate aquí y espera a que te requieran para hacerlo.
—No tiene sentido encerrar a una sacerdotisa para eso —intervino Ray—. Puede esperar en su cuarto igual que David.
—En las mazmorras la dejarán en paz —respondió Mara mirando a Ray, que no parecía convencida en absoluto del argumento—. Hay que hablar con Hanneck antes de que lo haga Miriam y le convenza de que es cosa tuya. Vamos.
—Sí, será mejor —admitió Ray.
—¿No os vais a vestir? —preguntó David.
—Que vea que tenemos prisa —respondió Ray, levantándose.
Salieron dejando la puerta abierta y David la cerró tras ellas. Finalmente, Fran lo había hecho, y empezaba a temer que hubiera sido un error. No había pensado en las consecuencias que podía tener su fuga para los que se quedaban allí. Cuando esa misma noche había apoyado a César para convencerle de buscar a Tara, no se le había ocurrido pensar más allá de los propios implicados, pero aquello afectaría a todo su entorno y no sabía lo grave que podía ser. Leila ya estaba sufriendo, y probablemente Ishten también se llevaría su parte. Nadie remotamente relacionado con él estaría a salvo, incluidos Ray y él mismo. La frase que le había oído pronunciar a Gemma a través de la pared ahora cobraba mucho sentido; aquella fuga era una complicación que Ray no necesitaba. Otra más.